El siglo XXI es la “novela científica” que Joaquín Costa escribió en 1870, con 24 años. En el manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional se imagina la Península del año 2075: España y Portugal se han fusionado; una tupida red de obras hidráulicas ha traído la prosperidad; y un canal navegable comunica Madrid con Lisboa. La sociedad se rige por criterios científicos y otorga enorme importancia a la educación, cogestionada entre alumnos y maestros. Y a nivel global, una lengua universal ha suplantado a los idiomas nacionales. Con esta utopía tecnológica inédita, el prócer regeneracionista se ganó un lugar entre los pioneros de la ciencia ficción hispana.
Muchos miembros de la generación del 98 y del 14 cultivaron las utopías tecnológicas inéditas, antes de que se llamaran ciencia ficción: Azorín, Clarín, Ramón y Cajal, Pérez de Ayala y Gómez de la Serna
No fue Costa el único miembro de la generación del 98 que la cultivó. Azorín explotó el novedoso concepto de entropía en El fin del Mundo (1897); Clarín pergeñó en su Cuento Futuro (1893) el apocalipsis provocado por un científico; y Ramon y Cajal escribió Narraciones pseudo-científicas (1905) pobladas de mutantes, hombres artificiales y drogas para el control social. La generación de 1914 no se quedó atrás. Ramón Pérez de Ayala ensayó la utopía humorística y Ramón Gómez de la Serna abordó el miedo a la radiactividad en El dueño del átomo (1928).
Las obras de Verne, con gran tirón de público, eran traducidas a poco de publicarse en Francia.
España, pese a su industrialización tardía y su débil tradición científica, era receptiva a los imaginarios de la ciencia que cruzaban los Pirineos. “Las obras de Julio Verne, con gran tirón de público, eran traducidas a poco de publicarse en Francia”, declara a SINC Pedro García Bilbao, sociólogo y editor de ciencia ficción. Y al igual que en las novelas del escritor francés, “en nuestras fantasías científicas sobresale el ingeniero, considerado el contructor del futuro”.
Verne es el referente de los escritores de las clases ilustradas. En paralelo, un sinfín de pequeñas editoriales anarquistas publica “novelas sociales” con tintes utópicos y preocupaciones morales acerca de la pareja y la familia del mañana. Entre todos tejen una literatura de consumo masivo que aún no se llama “ciencia ficción”, etiqueta que se acuñaría en 1929 en Estados Unidos.
“En el país existía la conciencia de vivir una transformación que le empujaba al futuro”, señala García Bilbao. Esto, sumado a la alfabetización masiva de las primeras décadas del siglo XX, alienta la profesionalización de los escritores. Los más conocidos, el Capitán Sirius (seudónimo del contable Jesús de Aragón) y el Coronel Ignotus (apodo del coronel José de Elola), atrapan al público con tremebundas guerras planetarias y aventuras en aeroplanos, dirigibles y submarinos.
“Al género no se le había recluido en ningún gueto literario”, afirma García Bilbao, “incluso ABC publicaba relatos por entregas”. “Las generaciones del 98 y de 1914 lo consideraban una expresión culta”, comenta a SINC Fernando Moreno Serrano, profesor de la Universidad Complutense especializado en la ciencia ficción hispana. “La Guerra Civil arrasaría con todo”.
La Era Dorada del “bolsilibro”
“Bajo la dictadura franquista, el género tuvo escaso espacio”, manifiesta Moreno Serrano. El franquismo miraba al pasado de las glorias imperiales y la intelectualidad opositora adopó la estética del realismo social, dando la espalda a una narrativa tachada de escapista. “Antonio Buero Vallejo y Gonzalo Torrente Ballester leían ciencia ficción en la intimidad, como un vicio secreto, tan mal visto estaba decir que les gustaba”, añade el docente de la Complutense.
A pesar de su industrialización tardía y su débil tradición científica, España era receptiva a los imaginarios de la ciencia de Francia: las obras de Verne triunfaban
Con todo, la autarquía del régimen tuvo un efecto positivo. Impedidos de comprar obras extranjeras, los editores recurrieron a escritores locales. Así fue cómo, en los años 50, los “bolsilibros” entretuvieron a las clases populares con imperios galácticos, villanos de folletín y tecnologías glamurosas. Escritos por Luis García Lecha, Enrique Sánchez Pascual, Pascual Enguídanos, Juan Gallardo y autores represaliados por el franquismo, se vendían por millones sin que hoy tengan una nota al pie de página en la historia de la literatura. Pese a su popularidad, “el desprecio de la cultural oficial por las novelas baratas consumidas por masas consideradas incultas determinó que dicha literatura fuera confinada en un gueto cultural”, reflexiona García Bilbao.
“A finales del siglo XIX, nuestra ciencia ficción miraba a Europa y tenía un sesgo social”, compara la novelista Lola Robles, “después de la guerra toma como referente a la estadounidense y su énfasis tecnológico”. El giro afecta asimismo al elenco: “Antes, los relatos eran protagonizados por españoles y naturales de otros países europeos; en los “bolsilibros” todos los personajes son estadounidenses”, apunta García Bilbao, que imputa el cambio a la influencia de Hollywood. Aún así, la realidad del contexto se filtraba. La memoria de la Guerra Civil aflora en La saga de los Aznar (1953-1958) de Enguídanos, en donde Madrid, futura capital de la Federación Ibérica, es sitiada por las huestes de la Bestia Gris, viéndose los resistentes condenados al exilio cósmico.
La autarquía del régimen franquista tuvo un efecto positivo ya que los editores españoles recurrieron a escritores locales. Así fue cómo nacieron en los años 50 los “bolsilibros”
Por fuera de los “bolsilibros” hay poca creatividad. Entre 1953 y 1958, la cadena SER emite Diego Valor, la radionovela sobre un astronauta español consagrado a salvar a la Tierra de los marcianos. En la televisión destaca Mañana puede ser verdad, la serie de Narciso Ibañez Menta inspirada en la estadounidense The Twilight Zone. Y el tebeo imita a Superman, Flash Gordon y otros superhéroes en las colecciones Red Dixon, El Mundo futuro y Hazañas de la juventud audaz.
En el cine, el el panorama era similar. Sacando el ciclo del doctor Orloff, el sabio loco de Jesús Franco, aquí no prosperó la serie B que tanto juego dio en Hollywood. Mariano Ozores escenificó el holocausto nuclear en una España de provincia en La hora incógnita (1963); y Vicente Aranda ambientó un thriller en una Barcelona futurista en Fata Morgana (1966). Poca cosa para el arte que, en otras latitudes, infundió forma y color al mañana. Los historiadores Ramón Freixas y Joan Bassa son taxativos: en España hubo filmes de ciencia ficción pero no cuajó un género como tal.
El Boom de los años 80
Coinciden los especialistas en que durante los años 60 y 70 se consolida un circuito de fanzines, escritores y aficionados liderado por la revista Nueva Dimensión. Se traduce con calidad lo mejor de la producción extranjera, y surgen nuevos autores, aunque muy pocos se profesionalizan y algunos, como Antonio Ribera y Juan Atienza, se vuelcan al esoterismo, mucho más rentable.
La saga de los Aznar, de Pascual Enguídanos, recibió el premio de "Mejor serie europea de ciencia ficción".
“En los años 80 hay un boom creativo distinguido por el humor y la vena paródica”, rememora Fernández. “Aparecen por fin escritoras, como Elia Barceló y Blanca Martínez”, agrega Robles. “Las convenciones anuales Hispacon aglutinan al sector, pero sigue faltando liderazgo y conciencia colectiva”, reflexiona García Bilbao. Y aunque se ruedan películas como El caballero del dragón (Fernando Colomo, 1985), Acción Mutante (Alex de la Iglesia, 1993) y Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997), “el grueso de la producción sigue siendo literaria”, matiza Fernández.
La gran noticia de los años 90 es que la academia deja de ignorar al género. Se le dedican tesis doctorales, investigaciones y premios, en buena medida gracias a la labor de Miquel Barceló, escritor, editor y vicerrector de la Universidad Politécnica de Cataluña. Pero el reconocimiento universitario no mejora el acceso editorial. “Hartos de reclamar que les abran la puerta, muchos autores se autoeditan o publican en pequeñas editoriales especializadas”, dice García Bilbao.
Al calor de la crisis financiera de 2008 y del 15M irrumpe una generación de autores más politizados. “Experimental, gamberro y feminista, su estilo acusa la influencia de Los Juegos del Hambre, la saga que despertó el gusto de la juventud por las distopías”, analiza Fernández. Entretanto, “fans y escritores han colonizado Internet y sobre todo las redes sociales”, refiere García Bilbao, “sin que eso modifique la situación: en vez de salir del gueto han creado un cibergueto”.
¿Salida del gueto?
A pesar del éxito televisivo de ‘El ministerio del Tiempo’, los expertos coinciden en que la ciencia ficción patria no ha llegado a seducir a públicos masivos
Contra ese trasfondo TVE emite El Ministerio del Tiempo. La serie sobre los agentes que patrullan el tiempo para impedir que se manipule la historia se convierte en el mayor éxito de una producción televisiva de ciencia ficción española. ¿Ha salido ésta por fin de su gueto?
“No, sigue confinada en un nicho de lectores y autores especializados”, contesta tajante Fernández. “A los novelistas consagrados como Eduardo Mendoza o Rosa Montero les resulta más fácil incursionar en el género que a los de ciencia ficción salir de su gueto”, indica Robles. “La dificultad llega al punto de que algunos de estos, para no ser estigmatizados, disfrazan sus obras con eufemismos como ‘ficción distópica’ o ‘fantasía futurista’”, apostilla Fernández.
Un arco de 150 años se extiende desde la tecnoutopía de Costa a El Ministerio del Tiempo. En ese lapso la ciencia ficción española acompañó el desarrollo del género a nivel internacional, sufriendo altibajos y metamorfosis, especialmente en lo relativo a su estatuto cultural y al perfil de sus lectores. El interés inicial de las élites se cortó con la Guerra Civil, tras la cual fue arrinconada en los bajos fondos de la cultura. Más positiva ha sido la mutación de su público, tradicionalmente masculino. “Las mujeres rechazaban la ciencia ficción”, recuerda Robles. “Esto ha cambiado: ahora hay lectoras, editoras, críticas y escritoras, algunas de ellas informáticas o licenciadas en física”.
'El Ministerio del Tiempo', el mayor éxito de una producción televisiva de ciencia ficción española. / RTVE
En su haber no faltan obras de fuste, como La Nave (1959) de Tomás Salvador, o la Saga de los Aznar, declarada la mejor serie europea del género. “Pero no tuvimos un Ray Bradbury o una Angélica Gorodischer que trascendieran el círculo de los iniciados”, reconoce Robles. Por esta y otras razones, la ciencia ficción made in Spain no ha logrado seducir a los públicos masivos, que sacian su apetito con novelas, series y películas importadas, sobre todo de Estados Unidos.
Los expertos acusan a las editoriales de apostar por la producción extranjera y de ningunear a la autóctona, como si al mandato “¡Que inventen ellos!” se añadiera el no menos nefasto “¡Que imaginen ellos!”. “Y es una pena”, se lamenta Fernández, “porque las pandemias y el cambio climático abren una gran oportunidad a la imaginación futurista”. Robles confía en “la nueva camada de autores y autoras en formación”. Y García Bilbao detecta un filón en los formatos audiovisuales: “El Ministerio del Tiempo y La Valla ilustran el potencial de las series como canal para la inventiva de nuestros creadores”. Pero su aprovechamiento no dependerá solo del talento individual, advierte Fernández: “se precisa una acción de lobby como la realizada por los anglosajones, que supieron convertir a la ciencia ficción en un potente movimiento cultural”.
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